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01 mayo 2012

Historia Vocacional del padre Mario Ortega

Quiero compartir este testimonio sacerdotal del P. Mario Ortega, sacerdote de la Archidiócesis de Madrid y miembro del Instituto Secular Servi Trinitatis. Licenciado en Teología Dogmática por la Universidad San Dámaso de Madrid y Máster en comunicación e información social y religiosa por la Universidad CEU San Pablo de Madrid, actualmente se encuentra completando estudios de Comunicación Social e Institucional en la Universidad de la Santa Croce de Roma. A su disposición en: pmariost@gmail.com Estamos ya finalizando el año sacerdotal convocado por Benedicto XVI y puede ser buena cosa el que los mismos sacerdotes nos animemos a contar experiencias personales vividas en el ejercicio de nuestro ministerio. Aquí os ofrezco una anécdota de éstas por las que piensas que merece la pena haberle dado un día tu "sí" al Señor. Ocurrió este hecho estando yo ayudando durante unas semanas a dos sacerdotes españoles que regentan una inmensa parroquia en Banfield (Argentina). La mañana de los miércoles la dedican los sacerdotes de aquella parroquia a visitar enfermos –los más graves, para la confesión y unción- porque la Eucaristía la reciben ordinariamente de manos de los Ministros de la Eucaristía (varones, seglares, la mayoría de ellos padres de familia). Precisamente, acompañado por José, uno de estos ministros, realizaba yo la visita de los miércoles, siguiendo una lista-censo que habíamos obtenido gracias a la gran misión parroquial llevada a cabo unos meses antes. Sorteando con el auto los baches de las calles sin asfaltar y soportando los 35 / 40º a los que, ya por la mañana, subía el termómetro, íbamos en busca de la casa de cada enfermo que habíamos elegido para visitar esa mañana. Sin embargo, todo parecía adverso: a uno lo habían llevado de nuevo al hospital, otro había fallecido, un tercero había cambiado de domicilio... De casa en casa sin poder atender a nadie; el tiempo pasaba, la mañana parecía perdida... pero la Providencia Divina estaba guiando nuestros pasos. Echamos mano de nuevo a la lista, había que elegir otros enfermos para visitar. Me fijé en una chica joven que aparecía apuntada y junto a su nombre, la causa de su enfermedad: el fatídico SIDA. La casa no estaba lejos de donde nos encontrábamos, por lo que no dudé en decirle a José que nos dirigiéramos allá. Era un barrio de los más pobres y peligrosos: la droga y la delincuencia entre jóvenes y niños era lo normal por esa zona. Nos detenemos ante la casa, en cuya puerta, un hombre de mediana edad nos mira extrañado. “¿Vive aquí Susana?”, preguntó José sin bajar todavía del auto. El hombre asiente con la cabeza y pasa dentro para buscarla. Nos bajamos del coche y en esos momentos veo aparecer a Susana, que sale decidida y sonriente, como quien espera una sorpresa. Yo me quedé espantado al ver su aspecto: tenía 22 años, pero aparentaba muchos más; pobremente vestida, descalza, llevaba en la cara, cuello, manos, brazos, piernas y pies las señales de pinchazos y moratones, producidos por la jeringuilla asesina que desde sus doce años destrozaba su vida. Susana había sido víctima, como otros miles de niños, de la cultura de la muerte. Engañada, nadie le había mostrado nunca otro camino de felicidad. “¡Soy Susana, padre!” –me dijo- Y rápidamente me confesó su principal carencia: “Padre, no estoy bautizada”. En menos de dos horas, esa misma tarde, la llevaban al hospital para enfermos terminales de SIDA en Buenos Aires. Allá los llevan para morir, ya no suelen regresar a sus casas. ¡Esa misma tarde! Dios mío, entonces me expliqué por qué no habíamos podido ver a los enfermos anteriores... la Providencia nos había llevado a quien más lo necesitaba. “Mira – le dije - el Bautismo es la puerta para ir al Cielo, ¿quieres bautizarte?”. Ella, dibujando de nuevo la sonrisa en su rostro, mientras aparecían en sus ojos las primeras lágrimas, dijo emocionada: “Sí, padre, sí que quiero”. Había que bautizarla rápidamente, bajo peligro de muerte. En quince minutos le dimos un repaso al Credo y después le exhorté a que se arrepintiera de todos los pecados de su vida, que iba a recibir la gracia santificante. Ella comprendió que aunque su cuerpo se deterioraba ya sin solución, su alma se iba a revestir de Dios. ¡Cómo actúa Dios en los pobres y humildes!, ¡No se puede explicar, es para vivirlo! La familia también recibió con agrado la noticia del bautismo de Susana. José hizo de padrino y en la habitación-salón-dormitorio-cocina de la casa bauticé a Susana. No me costó trabajo explicarle que Dios la amaba personalmente, ella misma lo había experimentado. ¡El padre había venido hasta su casa! Ella, que había sido tratada tanto tiempo como un objeto, veía ahora reconocida su dignidad de persona y ¡de Hija de Dios! Confieso que yo también me emocioné. Una vez de regreso en España, recibo un fax del párroco de allí. Entre otras cosas, me contaba que a los pocos días de recibir el bautismo, Susana había muerto. Rápida y espontáneamente, me surgió esta petición: “Susana, yo que te ayudé a ir al Cielo, ayúdame tú ahora a mí”.

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